Ese fin de semana apenas pude pegar ojo. Estaba en casa pensando cómo iba a cambiar mi vida ese verano. Nuevas experiencias, anécdotas, amigos... Realmente, lo que más me preocupaba en ese momento era cómo me iba a desenvolver en un idioma que no era el mío.
Ese mismo sábado, mis amigos me hicieron una fiesta sorpresa en la que pude despedirme de todos ellos (hasta cayó alguna lagrimilla jejeje). Mi hermana mayor me recomendó disfrutar de la experiencia y pasar un verano diferente, tal y como había hecho ella en sus dieciocho.
A las 6 de la mañana del Lunes, los nervios me comían, en una hora salíamos para el aeropuerto. Era la primera vez que me iba tanto tiempo de casa, nada más allá de los típicos campamentos de verano con sus amoríos de 15 días, esos por los que llorabas durante todo el último día pero que a la mañana siguiente casi ni recordabas su nombre.
El vuelo fue tranquilo (cero turbulencias). Estaba realmente nerviosa ya que, en 2 horas, llegaría a mi destino.
A mi llegada, todo fue realmente sencillo, en el aeropuerto me estaba esperando una señora de lo más amable (más adelante sería Sandra, la sonrisa y el apoyo incondicional de los estudiantes aquí), que me ayudó con el equipaje y me acompañó al taxi que me llevaría a mi nueva casa.
Nada más llegar, mis nuevos compañeros de piso me dieron la bienvenida y me invitaron a unirme a la comida que había preparado una chica de Kazajistán. Estaba feliz, pero sentía una extraña sensación: Hablar inglés cotidiano era mucho más complicado que traducir una simple frase en clase. Sabía que me iba a tener que poner mucho las pilas, pero que esto iba a merecer la pena.
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